martes, 26 de abril de 2011
La almohada
Manuel la llama "muada", y no es más que una pequeña almohada, suave y blandita, que le acompaña casi desde que nació. En Madrid la teníamos en su cuna, y pronto el lechón acabó con mis vanos intentos de ponerle una funda de algodón blanco con bordados. A él le gustaba desnuda, sin ninguna tela que le impidiera sentir la ligereza eterea de la pluma, y se abrazaba a ella para dormir. Si no hubiera sido por Inés nos la hubiéramos dejado en Madrid, pero ella se acordó casi en el último momento. Lo cierto es que la relación entre Manuel y su almohada evolucionó mucho desde que estamos en Bali, y especialmente desde que no lleva chupete. Desbancó a su peluche de Ely sin remedio, y desde entonces es sin duda su "talismán", "fetiche", "objeto de transición", o como quiera que llamen los psicólogos a aquel muñeco, trozo de tela, calcetín o lo que se tercie al que los niños se aferran con devoción a la hora de dormir, cuando están malitos, o cuando necesitan consuelo. Ayer, cuando volvíamos en un vuelo nocturno de una pequeña escapada a la vecina Australia, Manuel paseaba por el aeropuerto en pijama con su almohada bién agarradita. Ni que decir tiene que la almohada se tiene de pié de lo sucia que está, pero a ver quién es el guapo que se atreve a quitársela para lavarla y esperar después a que se seque. Cuando llega a casa después de unas horas fuera busca su almohada con ansiedad y se pone contentísimo al encontrarla, se abraza a ella con pasión, diciéndole cosas como "muada, te quiero!" y dándole besos y caricias. El otro día me preguntó si yo también quería a mi "muada" y no supe muy bién qué contetarle.
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