Recuerdos de hace ocho o diez años vuelven hoy a mi memoria.
Los tenía aparcados porque resultaban demasiado dolorosos pero, curiosamente,
hoy me sirven de consuelo. No quiero que los últimos años de la vida de mi
abuela, tiempos de deterioro y decrepitud, empañen tantas y tantas memorias de
su cariño a la gallega. Un cariño que ella no demostraba como una abuela común.
No daba besos sonoros ni malcriaba comprando regalos o helados. Ella vivió la
posguerra y no estaba por mimar a sus nietos ni sabía qué era eso. Lo hacía sin
embargo, nos malcriaba sin darse cuenta, siempre frente a los fogones,
preparándonos de postre, un martes cualquiera, arroz con leche o plátanos
fritos.
Mi abuela escribía con una preciosa y temblorosa letra de
caligrafía. La ortografía no era lo suyo pero sumaba y restaba a toda
velocidad, repasando los números con un lápiz de punta gruesa y rayas amarillas
y negras. Las cuentas fueron lo suyo, ella llevaba al dedillo los números de la
tapicería, y eso que tuvo que dejar la escuela muy pequeña para cuidar a su
madre enferma. Debió de ser muy duro para ella porque lo recordaba a menudo. Era
coqueta, nunca perdonó la peluquería semanal, y se teñía su abundante cabellera
de rubio platino. Aún puedo verla depilándose las cejas frente a la ventana y
pintándose los labios muy despacio, se notaba que disfrutaba haciéndolo. Se
ponía muy guapa para la misa del domingo, y salía airosa, como la Flor de la
Canela, del brazo de su amor, mi abuelo David.
Ella le llamaba Daví, sin la d final, porque el acento
gallego la acompañó toda la vida. Tampoco pronunciaba la “C” de “perfecto” y se
preocupaba mucho de taparnos con chaquetas y batas porque, advertía, “podéis
enfriar”.
Tenía la increíble capacidad de dormirse en cualquier lugar
y circunstancia, no importaba el ruido que hubiera alrededor: ella no perdonaba su “cabezada” después de
comer, con las voces del telediario de fondo. Cuando se despertaba, con cara
somnolienta musitaba “qué es?”. Después se
levantaba deprisa, no se quedaba sentada para ver la novela, porque ella
trabajaba, trabajaba mucho y hasta muy tarde, como solo una mujer gallega puede
y sabe hacerlo. Así, con el bocado en la
boca, salía presurosa para reanudar su tarea de cortar, coser y casar dibujos
en la tapicería, al lado de David, su compañero, su amor y su vida.
Los recuerdos de mi abuela huelen a empanada, a leche frita,
a filetes rebozados y a filloas. Ella sabía cocinar cuatro cosas pero lo hacía
mejor que nadie. Hace ya mucho que extraño sus guisos y sus sonrisas.
Después
de comer a ella le gustaba tomar el “dulce” acompañado de una copita de coñac,
y siempre protestaba negando con la mano porque le servíamos mucho… aunque al
final se lo bebía enterito. Nunca existió nadie más feliz que mi abuela cuando
tenía“el dulce” en una mano y su copita en la otra.
Así me gustaría recordarla. Feliz comiendo el postre, o vestida
para ir a misa, como un brazo de mar, con el bolso y los zapatos rojos haciendo
juego y del brazo de su David. Tan airosa, tan ufana, con su espalda bién
recta. No quiero que el Alzheimer me robe también estos recuerdos, además de
haberme robado los últimos años de mi abuela. Descanse en paz.
2 comentarios:
Lo siento de corazón.
El maldito Alzheimer, mi adorada abuela Ana tb lo sufrió y es algo muy triste.
Besos. inma
Vaya, lo siento mucho. Un beso!!! Preciosa forma de recordarla, muy emotiva. Ser gallega imprime carácter, lo sé experiencia propia... Ánimo, Alejandra.
Publicar un comentario