No es nada fácil escribir ésto. Llevo semanas dándole vueltas y cada vez estoy más convencida de que es el momento de dejar este blog. Me da mucha pena abandonar, pero he perdido la motivación y las ganas de escribir aquí lo que me pasa, de hablar de mí y de mis niños. Tampoco tengo ganas ahora de leer sobre crianza, y apenas sigo los blogs de otras madres. Ya estuve tentada de abandonar cuando nació Julio, pero me parecía injusto para él. Sin embargo, el día ha llegado y espero que en el futuro no me reproche que Manuel tenga un diario de sus primeros cinco años, mientras apenas he escrito diez párrafos sobre él y ya ha cumplido un añito.
Son momentos distintos, necesidades y etapas que no tienen nada que ver. Cuando empecé el blog, sentía que tenía que volcar en algún sitio todas mis dudas y paranoias de madre primeriza. Aquí encontré una manera de desahogarme, y descubrí toda una comunidad de madres que, como yo, estaban inmersas de lleno en la crianza y apenas pensaban en nada más. Ahora sin embargo, tengo mil cosas en la cabeza, tantas cosas que hacer, tantas inquietudes y ¡tan poco tiempo! Escribir el blog se ha convertido en una obligación más, y esa no es la idea, no debería ser así. Sencillamente ya no es mi momento.
Seguramente volveré a escribir, no sé cuándo, no sé si en éste o en otro blog. No sé si ésto será un adiós o solo un hasta luego.
Gracias por leerme y hasta otra.
sábado, 13 de julio de 2013
miércoles, 5 de junio de 2013
Nueve años
El sol lucía con ganas aquel 5 de junio de 2004, las mismas ganas con las que emprendimos nuestro futuro juntos, nuestra vida con las manos entrelazadas. Aquel 5 de junio nos prometimos amarnos, y hemos hecho mucho más. Hemos hecho locuras, hemos tomado nuevas sendas, encontrando piedras, acertando a veces, equivocándonos también. Hemos dado vida y la casa se ha llenado de risas, de alegría, de caos y de ternura. Nueve años juntos, de la mano, mirándonos a veces el uno al otro, pero sobre todo mirando en la misma dirección. Feliz aniversario, gracias por ser también marido ejemplar.
jueves, 30 de mayo de 2013
Cinco años
Razona como un adulto muchas veces, sabe infinidad de cosas, y tiene esos arranques de adolescencia precoz que me hacen reír y me mosquean a partes iguales. Dice que ahora va a tener que dejar de llamarme "mami" porque ya cumple cinco y los niños mayores dicen "mamá". A mí me suena bién cualquiera de las dos cosas, siempre que no le dé por llamarme por mi nombre o alguna modernidad del estilo.
Puede ser lo más arisco del mundo y negarse siquiera a mirarme a la cara cuando llego del trabajo, o acurrucarse jugando a ser de nuevo un bebé para recibir de golpe todo el cariño que no pide. A veces le gusta que le abrace muy fuerte, y me dice que me quiere hasta la luna ida y vuelta. Otras, me pregunta si ya solo quiero a Julio y no a él, o me dice que él quiere a papi más que a mí porque es "el más guay". Los celos están presentes pero, de alguna forma, se las ingenia para aparcarlos y darle a su hermano todo el amor del mundo con solo mirarle. No quiere que nuestro bebé crezca, y yo tampoco.
Mi lechón tiene un carácter fuerte y un corazoncito frágil. Se lleva bién con todos los niños, sabe relacionarse muy bién y es generoso y amable. Le gusta mucho jugar con niñas a "papás y mamás", pero también puede pasar horas pegándole al balón. Con los adultos sigue siendo bastante cardo tímido, y aún no consigo que salude y se despida con normalidad. En casa se porta cada vez mejor, vá aceptando que las normas están ahí para cumplirse, asume algunas responsabilidades (recoger sus juguetes, su ropa, poner la mesa...) y en general la convivencia vá siendo más fácil. Parece que tantos años repitiendo las cosas van dando frutos. Sigue teniendo constantes cambios de humor, pero ya no tiene rabietas, aunque se ha vuelto muy "sentido", y cuando me enfado seriamente con él llora desconsolado hasta que consigue que le perdone y le abrace.
Yo cumplo hoy también cinco años como madre, y, al igual que el lechón, he aprendido en el camino muchas cosas. También igual que él, me queda toda una vida para seguir aprendiendo, para crecer como madre y como persona. Hoy ando desbordada organizando una fiesta de tiburones que me tiene atacada hace dos semanas. Lo hago con tanto cariño e ilusión que espero disfrutar de la fiesta tanto como mi cumpleañero. Una de las mejores cosas de ser madre es poder volver a la infancia de vez en cuando y vivir con emoción las pequeñas alegrías, que son después de todo la materia de la que está hecha la felicidad.
Puede ser lo más arisco del mundo y negarse siquiera a mirarme a la cara cuando llego del trabajo, o acurrucarse jugando a ser de nuevo un bebé para recibir de golpe todo el cariño que no pide. A veces le gusta que le abrace muy fuerte, y me dice que me quiere hasta la luna ida y vuelta. Otras, me pregunta si ya solo quiero a Julio y no a él, o me dice que él quiere a papi más que a mí porque es "el más guay". Los celos están presentes pero, de alguna forma, se las ingenia para aparcarlos y darle a su hermano todo el amor del mundo con solo mirarle. No quiere que nuestro bebé crezca, y yo tampoco.
Mi lechón tiene un carácter fuerte y un corazoncito frágil. Se lleva bién con todos los niños, sabe relacionarse muy bién y es generoso y amable. Le gusta mucho jugar con niñas a "papás y mamás", pero también puede pasar horas pegándole al balón. Con los adultos sigue siendo bastante
Yo cumplo hoy también cinco años como madre, y, al igual que el lechón, he aprendido en el camino muchas cosas. También igual que él, me queda toda una vida para seguir aprendiendo, para crecer como madre y como persona. Hoy ando desbordada organizando una fiesta de tiburones que me tiene atacada hace dos semanas. Lo hago con tanto cariño e ilusión que espero disfrutar de la fiesta tanto como mi cumpleañero. Una de las mejores cosas de ser madre es poder volver a la infancia de vez en cuando y vivir con emoción las pequeñas alegrías, que son después de todo la materia de la que está hecha la felicidad.
miércoles, 1 de mayo de 2013
Matronatación
Sabía que nadar con un bebé es una experiencia maravillosa, y ahora lo estoy disfrutando por segunda vez. Cuando el lechón tenía ocho meses también fuimos a matronatación, e igual que entonces, hace ya cuatro años, a boquerón le encanta el agua y disfruta muchísimo chapoteando y familiarizándose con el medio. Además, desde que se acabó la baja maternal, el pequeño no tiene a menudo la compañía de mami en exclusiva, así que la matronatación es una excusa buenísima para pasar un rato los dos solos una vez a la semana, sin interferencias ni interrupciones de su hermano mayor.
La clase consiste en media hora de ejercicios acuáticos en los que el bebé va siempre en brazos de su madre pero se le va dando cada vez una mayor autonomía. No se trata de que el bebé aprenda a nadar, algo que raramente hará antes de los tres años, sino de que se encuentre a gusto en el agua y disfrute de ella con naturalidad y la seguridad de tener a su madre al lado. Aprenden a flotar agarrados al churro, a sujetarse en el bordillo, a mover piernas y brazos y cosas así. Después de mi experiencia con el lechón estoy aún más convencida de los beneficios de estas sesiones, ya que he visto una evolución muy buena en él, que aprendió a bucear casi sin ningún esfuerzo, puede flotar sin manguitos desde los tres años y no ha tenido nunca miedo a sumergir la cabeza, cosa que he visto que les pasa a muchos niños cuando empiezan a recibir clases de natación más mayorcitos.
Si los bebés están cómodos en el agua, se les sumerge la cabecita para que buceen unos segundos y aprendan, o recuerden, cómo cerrar la glotis para no tragar agua. Es curioso que la mayor parte de los bebés reaccionan muy bién a la zambullida, y que normalmente nos asusta más a los padres ver a nuestros hijos bajo el agua, mientras ellos salen a la superficie con una sonrisa en la cara. Es el caso de Julio, que disfruta tanto de las clases y muestra tantas ganas y entusiasmo que la monitora le llama ya "el Michael Phelps de los bebés". ¡Por algo le llamamos boquerón!
La clase consiste en media hora de ejercicios acuáticos en los que el bebé va siempre en brazos de su madre pero se le va dando cada vez una mayor autonomía. No se trata de que el bebé aprenda a nadar, algo que raramente hará antes de los tres años, sino de que se encuentre a gusto en el agua y disfrute de ella con naturalidad y la seguridad de tener a su madre al lado. Aprenden a flotar agarrados al churro, a sujetarse en el bordillo, a mover piernas y brazos y cosas así. Después de mi experiencia con el lechón estoy aún más convencida de los beneficios de estas sesiones, ya que he visto una evolución muy buena en él, que aprendió a bucear casi sin ningún esfuerzo, puede flotar sin manguitos desde los tres años y no ha tenido nunca miedo a sumergir la cabeza, cosa que he visto que les pasa a muchos niños cuando empiezan a recibir clases de natación más mayorcitos.
Si los bebés están cómodos en el agua, se les sumerge la cabecita para que buceen unos segundos y aprendan, o recuerden, cómo cerrar la glotis para no tragar agua. Es curioso que la mayor parte de los bebés reaccionan muy bién a la zambullida, y que normalmente nos asusta más a los padres ver a nuestros hijos bajo el agua, mientras ellos salen a la superficie con una sonrisa en la cara. Es el caso de Julio, que disfruta tanto de las clases y muestra tantas ganas y entusiasmo que la monitora le llama ya "el Michael Phelps de los bebés". ¡Por algo le llamamos boquerón!
domingo, 14 de abril de 2013
Mi abuela
Recuerdos de hace ocho o diez años vuelven hoy a mi memoria.
Los tenía aparcados porque resultaban demasiado dolorosos pero, curiosamente,
hoy me sirven de consuelo. No quiero que los últimos años de la vida de mi
abuela, tiempos de deterioro y decrepitud, empañen tantas y tantas memorias de
su cariño a la gallega. Un cariño que ella no demostraba como una abuela común.
No daba besos sonoros ni malcriaba comprando regalos o helados. Ella vivió la
posguerra y no estaba por mimar a sus nietos ni sabía qué era eso. Lo hacía sin
embargo, nos malcriaba sin darse cuenta, siempre frente a los fogones,
preparándonos de postre, un martes cualquiera, arroz con leche o plátanos
fritos.
Mi abuela escribía con una preciosa y temblorosa letra de
caligrafía. La ortografía no era lo suyo pero sumaba y restaba a toda
velocidad, repasando los números con un lápiz de punta gruesa y rayas amarillas
y negras. Las cuentas fueron lo suyo, ella llevaba al dedillo los números de la
tapicería, y eso que tuvo que dejar la escuela muy pequeña para cuidar a su
madre enferma. Debió de ser muy duro para ella porque lo recordaba a menudo. Era
coqueta, nunca perdonó la peluquería semanal, y se teñía su abundante cabellera
de rubio platino. Aún puedo verla depilándose las cejas frente a la ventana y
pintándose los labios muy despacio, se notaba que disfrutaba haciéndolo. Se
ponía muy guapa para la misa del domingo, y salía airosa, como la Flor de la
Canela, del brazo de su amor, mi abuelo David.
Ella le llamaba Daví, sin la d final, porque el acento
gallego la acompañó toda la vida. Tampoco pronunciaba la “C” de “perfecto” y se
preocupaba mucho de taparnos con chaquetas y batas porque, advertía, “podéis
enfriar”.
Tenía la increíble capacidad de dormirse en cualquier lugar
y circunstancia, no importaba el ruido que hubiera alrededor: ella no perdonaba su “cabezada” después de
comer, con las voces del telediario de fondo. Cuando se despertaba, con cara
somnolienta musitaba “qué es?”. Después se
levantaba deprisa, no se quedaba sentada para ver la novela, porque ella
trabajaba, trabajaba mucho y hasta muy tarde, como solo una mujer gallega puede
y sabe hacerlo. Así, con el bocado en la
boca, salía presurosa para reanudar su tarea de cortar, coser y casar dibujos
en la tapicería, al lado de David, su compañero, su amor y su vida.
Los recuerdos de mi abuela huelen a empanada, a leche frita,
a filetes rebozados y a filloas. Ella sabía cocinar cuatro cosas pero lo hacía
mejor que nadie. Hace ya mucho que extraño sus guisos y sus sonrisas.
Después
de comer a ella le gustaba tomar el “dulce” acompañado de una copita de coñac,
y siempre protestaba negando con la mano porque le servíamos mucho… aunque al
final se lo bebía enterito. Nunca existió nadie más feliz que mi abuela cuando
tenía“el dulce” en una mano y su copita en la otra.
Así me gustaría recordarla. Feliz comiendo el postre, o vestida
para ir a misa, como un brazo de mar, con el bolso y los zapatos rojos haciendo
juego y del brazo de su David. Tan airosa, tan ufana, con su espalda bién
recta. No quiero que el Alzheimer me robe también estos recuerdos, además de
haberme robado los últimos años de mi abuela. Descanse en paz.
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