domingo, 15 de abril de 2012

Achaques y remordimientos

Treinta semanas de embarazo y me siento ya como un elefante lleno de achaques. No sólo por el peso de una voluminosa tripa que hace que me pregunten amenudo eso de "ya te queda poco no?", sino porque la ciática y los dolores musculares me tienen medio inválida y cada día me levanto con una nueva molestia. Me arrastro de agotamiento, y eso que no duermo del todo mal teniendo en cuenta las dos veces que me levanto a hacer pis y que el boquerón me despierta a patadas a las ocho menos cuarto cada mañana, domingos incluidos. Ojalá tanta regularidad sea síntoma de que va a ser algo más razonable en sus horarios que su hermano mayor. A los achaques propios del tercer trimestre hay que añadir que nos hemos mudado de casa (sí, de nuevo y por tercera vez en dos años), y que mi trabajo, como el de casi todas supongo, es cada vez más exigente y complicado en estos tiempos de crisis. Y sé que la respuesta es tan fácil como pedir la baja por uno de mis mútiples achaques, olvidarme de todo y dedicarme a cuidarme, a vivir que son dos días, o al menos a disfrutar de algo de tranquilidad en estos dos meses que me quedan. Cuando le dije el otro día al ginecólogo que me duele la ciática me dijo que lo que tenía que hacer era nadar. Ja!¡Nadar1 Nada más, y nada menos... ¿Y eso cómo y cuándo lo hago? Por un lado, soy de secano y sé nadar lo justito para refrescarme en la piscina o en la playa entre vuelta y vuelta. Por otro, tengo el pelo largo, con lo que eso complica lo de la piscina y, por supuessto, ¡no tengo tiempo! La verdad, me gustaría seguir el ejemplo de tantas otras, compañeras mías de trabajo y conocidas que a a los seis meses de embarazo se quedan en casa sin remordimientos. Que no digo yo que no haya casos justificados, que haberlos haylos, pero me consta que en muchas ocasiones es una simple mezcla de cansancio y una pizca de cuento lo que lleva a darse de baja a muchas embarazadas. Y lo entiendo, vaya si lo entiendo, lo entiendo tanto que me apetece horrores hacer lo mismo, pero no puedo. Tengo un sentido de la responsabilidad, un pepito grillo que me impide dar el paso aunque termine los días con ganas de llorar de puro agotamiento, con dolores, cojeando y echa una pena. Y no pretendo que nadie se compadezca de mí, porque lo que tengo es fruto de mi decisión, y nadie me está poniendo una pistola en el pecho para que siga saliendo a trabajar todos los día. Pero a veces me guataría estar hecha de otra pasta, porque la que me ha tocado es un verdadero incordio.
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